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El Rey de la Montaña

Capítulo 1: El viejo Mirza


AL NORTE DE Persia, paralela a la orilla meridional del mar Caspio, se yergue una larga cadena de montañas que, con los diversos nombres de Alburz, Alborz o Elburz, se prolonga hacia el este hasta el Khorasán.

Se trata de un amontonamiento gigantesco de altiplanos, que se remontan suavemente hacia el Caspio, ricos en bosques soberbios y prados verdeantes, picos de todas formas y dimensiones, algunos extrañamente recortados en tijera y cubiertos de matorrales espesos, redondeados otros y estériles los más, como puestos allí para impedir cualquier salida; separados los unos de los otros por abismos de vértigo, por cuyo fondo corren torrentes impetuosos, por estrechas gargantas, guaridas de ladrones, de minúsculos caminillos accesibles sólo a los montañeros, junto con algunos pasos practicables llamados las «puertas caspias».

Entre todos los picachos, el Alborz se levanta como una torre y da nombre a toda la sierra, con sus anchos flancos y su aguda cima, reputado como uno de los más formidables volcanes de Asia, despidiendo continuamente humo negro, incluso a veces columnas de fuego y materias volcánicas en tan gran cantidad, que todos los moradores del altiplano van siempre cubiertos de residuos de lava.

Pero el Alborz no está solo. Otro monte domina, señorial, a sólo diez leguas, hacia el oriente, de Teherán, la capital de Persia.

Se trata del Damavand, llamado también Elvind, un cono gigantesco de más de 5000 metros, simplemente rodeado de bellísimos altiplanos, de valles profundos, de abismos y barrancos.

La vegetación es densa en su base, pero a medida que se remonta, los árboles se vuelven secos, aparecen las rocas desnudas, apenas cubiertas por matorrales casi secos, vienen luego las nieves perennes, que cubren la cima del cono, que, de vez en cuando, escupe cortinas de llamas de tinta color sangre y extraños ruidos subterráneos, que sacuden de pies a cabeza aquella enorme masa de rocas.

El hecho de estar próximo a la capital de Persia, ha permitido que numerosas tribus se hayan instalado en las laderas del Damavand. Incluso surge, casi de repente, a media altura, un pueblo floreciente, llamado como el monte; en los valles próximos, además, se levantan numerosas tiendas y moradas.

Sin embargo, más arriba, detrás de los bosques, los habitantes son cada vez más raros y las tiendas todavía más escasas y miserables. Tan sólo unos pocos cazadores, por lo general expulsados de la capital por razones muy diversas, que viven en tugurios miserables o dentro de las cuevas, o entre las ruinas de viejas torres levantadas en tiempos inmemoriales, soportan las borrascas de nieve que tienen lugar de vez en cuando así como los huracanes espantosos que en las estaciones cálidas se abaten con furia increíble, destruyendo a la vez árboles y rocas, y se alimentan mediante la caza de ágiles onagros e incluso de águilas.

La tarde del 30 de diciembre de 1796, aquel cono gigantesco ofrecía un espectáculo espantoso. Nubes inmensas, negras como la pez, empujadas por un viento feroz que venía del Caspio, corrían desorbitadas sobre los bosques tupidos, cabalgando una sobre otra, mientras que el trueno anunciaba la tempestad que se avecinaba.

Huían aterrados los onagros de robustas pezuñas; vociferaban los halcones y los abejarucos, impotentes para luchar contra las alas poderosas de la borrasca; caían en bandadas, hacia los valles profundos, las águilas de vuelo poderoso; se apretujaban en las cavernas los bandidos y los cazadores se encerraban en sus casitas miserables; gemían y se doblaban como haces de paja las vigorosas hayas, los esbeltos álamos, los plátanos gigantescos de follaje espeso; gemía el viento allí en los abismos escalofriantes y en torno a las cumbres más altas, y allá, en lo alto, entre las nubes desenfrenadas, silbaba y rugía estruendosamente el trueno.

Era una noche infernal, que infundía terror a hombres y animales, y hacía huir a unos y otros.

Un solo hombre, vigoroso y de mediana estatura, un poco encorvado, con un casquete de piel de carnero en la cabeza y una larga zamarra de gruesa lana turca, recogida a la cintura con un hermoso cinturón de cachemir, subía impertérrito la montaña, aunque pesaran sobre sus espaldas más de sesenta años.

Estaba de pie junto a un precipicio respetable, cuando la borrasca reventó con una furia terrible.

La lluvia empezó a caer con tal violencia y en tales cantidades, que en un instante el viejo quedó empapado. Descendían desde lo alto, rugiendo y rebotando impetuosísimos torrentes, arrastrando piedras enormes y árboles arrancados.

Parecía como si de golpe la montaña gigantesca, que durante siglos había desafiado sin temblar a los huracanes, fuese a saltar hecha añicos, arrastrando a la ruina al hombre que tenía la osadía de desafiarla.

Se grietaban los macizos y rodaban botando de roca en roca, retumbando al hundirse en los abismos profundos; se precipitaban las avalanchas de nieve desde las cimas, destruyéndolo todo a su paso fulminante; se partían los gruesos plátanos, las hayas, los abedules y los álamos; se levantaban espumeantes las aguas; rugía el viento y se abatían estruendosamente los rayos, partiendo las murallas graníticas. De forma intermitente y progresiva, los fulgores de los rayos rompían las negras tinieblas.

Y esto no era todo. De los elevados cráteres, salían gruesas llamas sanguíneas y se elevaban columnas de humo que se confundían con las tinieblas.

El viejo se había escondido bajo una roca, indeciso entre la posibilidad de seguir o de enfrentarse con los elementos desencadenados.

—Se diría que el alma atormentada del rey (es leyenda entre los persas que en el Damavand vaga el alma irritada de uno de sus reyes cautivos) haya salido de la montaña —murmuró—. Necesito, al menos, llegar a la torre. Hace tres días que Nadir no me ve. ¡Pobrecillo!

Se caló hasta las orejas el casquete, se sacudió el agua y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, se puso en camino.

Andaba despacio, agarrándose a los salientes de las rocas y a los arbustos, encogiéndose cuando se acercaba una racha de viento. Un pedrisco enorme le pasó a poca distancia, rodando con estruendo indescriptible hasta el fondo de un barranco; una avalancha de nieve, pasando frente a sus ojos, le quitó la respiración; muy cerca, estalló un rayo. Y, sin embargo, el viejo continuaba avanzando.

De repente, paró. Al calor de un rayo había adivinado, plantados sobre una roca gigantesca, algunos torreones almenados.

—Ya falta poco —dijo—. Un último esfuerzo, Mirza, y descansarás.

Se detuvo todavía algunos instantes, se metió luego por un pequeño sendero entre las rocas y, tras algunos minutos, alcanzó una vasta plataforma, en medio de la cual, entre colosales plátanos que el viento doblaba, surgían las torres.

Eran cuatro, bastante grandes, de ladrillo, con estrechas aspilleras y aberturas que pretendían ser ventanas. Sobre la cima se alzaban almenas de formas extrañas, en torno a las cuales se oían los chillidos de los halcones y de las águilas.

El viejo se guareció bajo una pequeña puerta, cerrada con una piedra enorme. De un golpe vigoroso, retiró el obstáculo y se halló en un largo pasadizo, por el que el viento ululaba.

«¿Qué estará haciendo Nadir a esta hora?», se preguntó. «El pobrecillo estará verdaderamente aburrido».

Arrancó de un hueco excavado en la pared una pequeña lámpara de plata, la encendió, tras haber golpeado varias veces el pedernal, y se encaramó por una escalera de caracol en muy mal estado. A la altura del primer piso, encontró un segundo corredor. Las paredes estaban agrietadas, los ventanucos abiertos, el embaldosado roto, el techo inseguro. Con los truenos, caían desde lo alto enormes piezas de cemento.

Tras un segundo tramo de escalera no mejor que el primero y de dos otros zaguanes flanqueados por aposentos desiertos, el viejo llegó a una puerta que dejaba filtrar por sus resquicios una luz vivísima. La abrió sin hacer ruido y se detuvo en su umbral.

Estaba de pie en una gran sala, sostenida por dos columnas de granito, iluminada por una enorme lámpara de plata colocada en el techo y por unos haces de leña que ardían en una pequeña chimenea.

Bellísimos alfombras de Kermán, bordados en oro y plata, cubrían las paredes, así como mullidas alfombras, de grueso fieltro, cubrían el suelo. Ni sillones, ni divanes, ni mesas en el centro; y sí, en cambio, ricos cojines de seda carmesí con bordados fantásticos, manteles, chales de cachemir de gran valor, escudos antiguos y petos de malla, dagas de damasco esculpidas, janyar con empuñadura de jaspe, fusiles de pedernal con incrustaciones de madreperlas, diversas pipas persas llamadas narguile, de cristal unas, de porcelana otras, y algunos elegantes jarrones con rosas de China.

Además de esto, en un ángulo, colocados sobre un travesaño, había cuatro o cinco halcones encapuchados, asegurados con ligeras cadenillas de plata.

—¿Dónde estará el muchacho? —se preguntó el anciano, avanzando por la lujosa sala tan curiosamente ornamentada y mirando perplejo a su alrededor.

Repentinamente, saliendo de detrás de una columna, apareció ante sus ojos un extraordinario joven, esbelto y agraciado que, sacudiendo su negra caballera, le contemplaba sonriente.

—¡Ah!, ¿estás aquí? Qué susto me has dado, Nadir —dijo el viejo con sorpresa, pero trasluciendo un gran cariño en sus palabras.

El joven hizo una pirueta y, saltando alegremente, se acercó con aire juguetón.