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En las montañas de África

Capítulo 1: El infierno del bled


—ADELANTE, ¡POR LA muerte de Mahoma y de todas sus huríes!

—No podemos más, sargento.

—¡Cómo! ¡Os atrevéis a replicar, bribones!

—Queréis matarnos, sargento.

—Reventad de una vez, canallas. ¿Por ventura creíais hallar en las legiones disciplinarias argelinas, abanicos, refrescos y palmeras bajo cuya sombra poder dormir la siesta? Adelante, por la muerte de Mahoma, de lo contrario os envío a todos ante el Consejo superior de guerra.

—No podemos más sargento —repitieron varias voces roncas, que no parecían tener nada de humano.

—El subteniente nos observa y yo no quiero que por causa vuestra me encierren. Unas cuantas carreras más, si no queréis que os haga arreglar los huesos por el querido Steiner, que, como ya sabéis, no tiene los puños delicados.

Entonces alguien gritó:

—A ese infame lo mataré yo. ¡Lo he jurado, sargento!

—¿Quién ha hablado?

Nadie respondió.

—Adelante y a la carrera, os he dicho. El subteniente nos vigila.

Veinte hombres, vestidos de lienzo blanco, descalzos, sin armas y cargados con las monumentales mochilas que acostumbraban llevar los soldados de la Legión extranjera que Francia desparrama por sus colonias africanas y asiáticas, corrían desesperadamente, desalentados, llenos de sudor y ennegrecidos por la pólvora y el humo, mientras una explosión de blasfemias y amenazas salía de los labios del sargento instructor. ¡Sargentos instructores! ¡Qué ironía! Tiranos, verdugos, todo cuanto de peor puede uno imaginar, menos instructores, puesto que tan sólo cumplen la orden siguiente: martirizar lo más posible a los desgraciados que el Consejo de guerra de Argel o de Constantina ha condenado a las compañías disciplinarias a vivir bajo el sol ardiente de Argelia, en los llamadas infiernos del bled. El bled es el sitio destinado a acoger a los infelices alistados en la legión extranjera que, en un momento de exaltación, producido sin duda por la férrea disciplina o el clima abrasador, se han insubordinado contra sus superiores.

Se halla el bled lejano del mar Mediterráneo igualmente que de la ciudad; puede decirse que se halla en pleno desierto. Es un campo inmenso, rodeado de cobertizos y de tiendas, con un edificio completamente blanco, al cual está agregado un pequeño hospital, y que sirve de alojamiento al capitán de la compañía y oficiales a sus órdenes. Sobre este campo polvoriento, expuesto al ardoroso sol, sin un palmo de sombra, hacen los legionarios maniobras, que no son más que furiosas carreras, efectuadas con la mochila a la espalda, que no tardarán en conducir a la tumba al pobre condenado.

Hay, sin embargo, alguna variante: el tiro de la carreta, que consiste en correr el soldado empujando ante sí el pequeño vehículo cargado de arena, y debiendo cargarlo y descargarlo, según las órdenes de sus superiores, hasta caer extenuado por la fatiga o muerto de insolación. Excitados los veinte hombres por los gritos y blasfemias del sargento instructor, continuaron su veloz carrera, vigilados por un fuerte destacamento de spahis , resguardado del sol por el edificio, con ojos que parecían saltar de las órbitas, anhelosa la respiración congestionados los rostros y empapados de sudor los vestidos.

Guiábales un legionario de unos treinta años de edad, de ojos negrísimos y lucientes como carbunclos, barba espesa y amplia frente surcada de precoces arrugas. Sus formas, en extremo vigorosas, revelaban una fuerza sobrehumana. Habían ya dado aquellos desgraciados tres vueltas completas bajo la implacable lluvia de fuego y el cegador reflejo de las blancas paredes del edificio, cuando el sargento, fijando perversa mirada sobre el legionario de frente, gritó:

—Al galope el número uno.

Pero en lugar de obedecer, el hombre levantó fieramente la cabeza y se separó de sus compañeros, dando un salto de tigre.

—¿Qué haces, maldito húngaro? —exclamó el sargento, mientras se adelantaba hacia él con los puños cerrados.

El legionario le esperó fríamente y con ronca voz en que se traducía una furiosa cólera a duras penas reprimida, dijo:

—Me faltan fuerzas, pero quién sabe lo que hubiera ocurrido a no haber sido vos, Ribot.

—¡Cómo! ¿Te faltan fuerzas a ti que posees músculos capaces de atemorizar a tu compatriota Steiner?

—Sí —afirmó el húngaro.

—¿Y crees tú que con estas palabras te librarás de la pena? No, querido, es necesario galopar como los demás.

El otro hizo un enérgico gesto de desdén, y dijo:

—Basta, lo que hacéis es inhumano.

—No hago más que obedecer al reglamento.

—Destrozándonos el pecho y rompiéndonos las piernas —repuso el húngaro, con voz sorda.

—Enfádate con mis superiores y no conmigo —respondió el sargento, alzando los hombros en señal de indiferencia—. Ocupa de nuevo tu lugar, Miguel Cernazé, y procura cumplir lo que te mandan. No te quiero mal, porque te has batido en México como un león, y antes de alistarte en la legión extranjera eras un poderoso y noble señor. Tú fuiste uno de los cuatro valientes que cruzaron entre todo un ejército.

—Razón de más para no matarme con carreras inútiles —contestó el húngaro, mientras sus ojos negros relampagueaban de rabia.

—El reglamento lo quiere así: adelante, pues, y ponte a la cola. Otro ocupará tu sitio.

—Antes que un compañero me sustituya, pediré un último esfuerzo a mis músculos. Mucho mejor sería, sargento, que nos enviaran a hacernos matar por cabilas o tuaregs del desierto, en lugar de vernos sometidos a estos bárbaros tratamientos. En fin, hemos derramado nuestra sangre por una nación que no es nuestra patria.

Y dicho esto, inclinó la poderosa cabeza, apretó los puños contra el pecho y se lanzó en desenfrenada carrera, mientras el pelotón emprendía de nuevo su marcha alrededor de la amplia plaza del bled.

—¡Pobre conde! —murmuró el sargento, con voz conmovida, siguiendo con los ojos al legionario, que corría como una gacela perseguida por galgos—, ¡Qué resistencia tienen estos magiares!

El húngaro terminó su vuelta y se incorporó a la cola del pelotón, mientras el sargento mandaba correr al número 2, un joven pálido, delgado como un faquir indio, y roído al parecer por las fiebres que atormentan a los que viven en climas ardientes. La endiablada carrera continuaba, dificultada por el calor que sin cesar crecía, y por la polvareda, cada vez más espesa, que levantaban los pies de aquellos cuarenta desgraciados. De cuando en cuando el sargento, a fin de romper la monotonía del espectáculo, detenía bruscamente el pelotón y gritaba algunas órdenes:

—¡Rodilla en tierra! ¡Apunten! ¡A la carga!

Se comprende que fingían apuntar, puesto que todos estaban desarmados.

Por fin resonó el deseado mando:

—¡Descansen!

Entonces los veinte legionarios, completamente exhaustos, sedientos, sudorosos, cubiertos de polvo, destrozadas las piernas, se detuvieron con los miembros rígidos, en actitud de atención, mientras el sargento les pasaba revista, rectificando con voz imperiosa las posiciones de todos. El descanso era de algunos minutos tan sólo, después de los cuales continuaba el feroz tormento, hasta que los infelices no pudieran ya sostenerse sobre sus piernas temblorosas. Así que hubo terminado el sargento de revistar la compañía, se oyó una voz estentórea que decía:

—¿Qué estáis haciendo, holgazanes?

Y poco después aparecía un hombre vestido de blanquísimo lienzo, cubierta la cabeza con un casco de corcho, pequeño, patizambo, con enormes bigotazos y larga perilla, que salió de la puerta principal avanzando hacia el pelotón.

—¡El subteniente! —exclamó el sargento—; ¡que el diablo se lo lleve! Debe hallarse hoy de muy mal humor. No os arriendo la ganancia.

El comandante provisional del bled (que generalmente es un capitán), se paró a cinco pasos del sargento, y lanzando una torva mirada al húngaro, le dijo:

—¿Es esta, Ribot, la manera de hacer bailar a estos canallas?

—En este mismo instante he ordenado el reposo, subteniente —respondió el sargento, cuadrándose.

—¡Para qué el reposo! —rugió el bigotudo comandante, haciendo chasquear la fusta que traía en la mano—. No tienen necesidad de él los legionarios, querido. Hace falta que te enseñe cómo deben ser tratados estos renegados de todos los países de Europa. ¿Acaso creían comer el pan francés sin hacer nada, o por medio de amenazas? ¡Ah, no!

—¡Nos insultáis, subteniente! —gritó una voz.

El comandante se retorció los bigotes, adoptó una postura trágica y temblando de ira mal reprimida, preguntó:

—¿Quién ha osado hablar sin haber recibido la orden?

El húngaro salió de las filas.

—Yo, subteniente —respondió.

—¡Ah! ¡Miguel Cernazé, de los condes de Sawa! —dijo con ironía el comandante—. ¿No dejaste tu nobleza allá en el Danubio?

—En la legión en que me he alistado, no soy más que Miguel Cernazé —contestó el magiar, lanzando al subteniente una mirada de fuego—. Mi nobleza la he dejado en Hungría y no debe ser mencionada en esta maldita África.

—Dejémosla, pues, en los precipicios de los Cárpatos o en los lodos del Danubio —dijo, sarcástico, el subteniente—. ¿Qué me querías interrumpiéndome en el preciso momento en que me disponía a dar comienzo al verdadero baile, muy distinto del que os mandaba hacer el sargento Ribot?

—Que no somos los bribones que creéis, pues que siempre nos hemos batido hasta la muerte por la Francia, nación que hoy nos cubre con su bandera —respondió fieramente el magiar.

—¿Qué gran acción has realizado tú en favor de Francia?

—¿Que qué he hecho? —exclamó furioso el húngaro, cerrando los puños—. Yo soy uno de los sesenta y dos legionarios que hace tres años precisamente, en julio de 1863 resistieron en México, rendidos de hambre y sed, hasta el punto de beber la sangre de los heridos, a dos mil mexicanos, por espacio de diez horas.

—Gran cosa —dijo el subteniente.

—Yo soy también uno de los cuatro —prosiguió—, que atacaron a bayoneta calada a dos mil sitiadores.

—¡Qué lástima que no te mataran!

—No nos mataron porque el comandante mexicano, atónito ante tanta audacia, ordenó a sus oficiales que nos dejaran libre el paso y no nos hicieran el menor daño. Así pasamos a través del ejército que aniquilara nuestro regimiento. Por otra parte, en vuestro mismo país se dice que «cuando un soldado francés va al hospital, es para poder volver a casa; que cuando va un tirailleur es para que le curen, y que cuando va un legionario es para que lo maten». Ya lo sabéis —agregó el húngaro, con voz sibilante, mientras sus compañeros aprobaban con la cabeza.

—Lo que yo sé es otra cosa —replicó el subteniente—. Que tú hablas más que un papagayo americano, y que durante el tiempo que vosotros descansáis, a mí me está cociendo el sol.

—¡Cómo...!

—Si no te callas te mando a Argel, ante el Consejo de guerra, que no bromea con los legionarios y mucho menos con los disciplinarios.

El húngaro, o mejor dicho, Miguel Cernazé de los condes de Sawa, hizo un esfuerzo supremo para contenerse, un esfuerzo tal que todo su cuerpo vibró como al choque de una descarga eléctrica.

—¡Voto a mil bombas! —exclamó con ronco acento.

La voz del subteniente resonó silbante como un latigazo.

—¡Atención! ¡Paso gimnástico! ¡Adelante el pelotón! ¡Más aprisa, vive Dios!

Los disciplinarios habían emprendido de nuevo su vertiginosa carrera alrededor del bled, convertido en un horno ardiente. Era casi mediodía y el sol lanzaba rayos cada vez más cálidos. Una calma completa reinaba en torno al campamento. Algunas palmeras tendían sus amplias hojas, sin esparcir la menor sombra, por ser demasiado intensa la claridad del día. De los lejanos montes del Atlas, ocultos tras el ardoroso horizonte, no llegaba el más ligero soplo de viento.

La calma sofocante del desierto reinaba en el bled, verdadero infierno, como lo habían denominado justamente los infelices condenados a cumplir sus penas en el Sur de la baja Argelia. Los veinte legionarios comenzaron de nuevo su furiosa carrera, sin atreverse a protestar. El Consejo de guerra infundía demasiado espanto a todos, para que osasen sustraerse a los horrores del infernal bled. Dábanse órdenes sin cesar. El subteniente, inmóvil bajo aquel sol implacable, gracias a su casco de corcho, gritaba a voz en cuello, mientras hacía chasquear su fusta:

—¡Apresurad el paso...! ¡Echaos al suelo...! ¡De pie...! ¡Todos quietos...! ¡A la carrera...! ¡De rodillas...! ¡Apuntad...! ¡Que avance el número uno...! ¡Adelante el dos...! ¡Voy a enseñaros el verdadero baile de los disciplinarios, voto a bríos!

En la angustia de la desesperación, en el terror del más horrible de los castigos, parecían hallar los disciplinarios nuevas fuerzas y obedecían como fieras bajo el látigo del domador. Estaban pálidos como cadáveres, tenían barba y bigotes relucientes por el sudor, y de sus pechos salían, de cuando en cuando, roncos silbidos.

—¿Veis, sargento Ribot, qué bien maniobra esta canalla a mis órdenes? —decía el subteniente con sonrisa triunfante—, Así tenéis que mandar. ¡Adelante, bandidos! ¡Más aprisa! ¡Oye, conde de los condes de Sawa, ahora no creerás hallarte en algún café de Budapest en compañía de graciosas gitanillas! ¡Aquellos tiempos pasaron, querido, nadie sabe cuándo volverán! Alarga más esas piernas, borrico.

—Subteniente —dijo de pronto el sargento, con voz tímida—. ¿Queréis matarlos?

—¡Que revienten! Hay siete u ocho en este pelotón que quisiera ver desaparecer —contestó el subteniente.

Luego agregó en voz baja:

—Especialmente el maldito húngaro. ¡Pero el baile no ha terminado todavía!

Luego, alzando el tono:

—¡Descanso! Sargento Ribot, mandad que me traigan un carrito, a fin de ver la forma en que estos legionarios construían las trincheras en México.

Estremecióse el magiar el oír esta orden. Desde luego comprendió que el comandante del bled quería arrastrarle a uno de estos actos de rebelión que conducen directamente al Consejo de guerra y que las más de las veces terminan con fusilamiento.

—¡Maldito seas! —murmuró, esforzándose por reprimir la ira que le dominaba.

El disciplinario delgado, pálido, roído por las fiebres, miró con cierta angustia y piedad al húngaro, y acercóse poco a poco a él sin ser visto, dando una vuelta por detrás de sus compañeros.

—Miguel —díjole en voz baja—, no te dejes coger en las redes que este infame te tiende. Acuérdate de la joven árabe y de la promesa de su padre.

—Resistiré —respondió el magiar.

—En todo caso, contad conmigo. Los toscanos desconocen el miedo.

—Gracias, Enrique, pero te suplico que nada intentes, si sucede algo. Bastará una víctima.

—Ni esa siquiera.

El subteniente, ocupado en liar un cigarrillo caporal, no prestó atención a lo que hacían los dos amigos. Dos disciplinarios, acompañados por el sargento Ribot, habían salido de uno de los extensos cobertizos que rodeaban el bled, empujando ante sí dos carretas cargadas de palas y azadones.

—He aquí lo ordenado, subteniente —dijo el sargento, no sin alguna emoción.

—Muy bien —respondió el comandante, encendiendo el cigarrillo.

Aspiró dos o tres bocanadas de humo, que lanzó en todas direcciones, y luego dijo, aparentando la más completa indiferencia:

—¿Quién es el número uno?

—Miguel Cernazé.

—Entonces podremos ver cómo trabajan sus tierras y construyen sus trincheras los magnates húngaros, los cuales, según dicen, son muy hábiles.

Un murmullo hostil acogió las palabras del subteniente que, lleno de furor y rabia, exclamo:

—¡Voto al diablo! ¿Quién osa murmurar en mi presencia? ¿Acaso ignoráis, asnos, que hasta el regreso del capitán, yo tan sólo mando en el bled? ¡Ira de Dios! ¡Voy a mandar informes a Constantina y Argel que os hagan comparecer ante el Consejo de guerra y fusilar como conejos! ¿Comprendéis, bandidos asquerosos? Tendréis que habéroslas conmigo si no os resignáis a obedecerme en todo y por todo. ¡Adelante el número uno!

El noble húngaro salió de las filas con paso grave y mesurado. En sus ojos negrísimos brillaba, sin embargo, ardiente llama impregnada de amenazas.

—¡Presente, subteniente! —dijo, haciendo terribles esfuerzos para no descubrir la ira de que estaba poseído.

—Coge este carrito.

—Ya está.

—Da antes una vuelta al bled a la carrera. Has descansado bastante y necesitas un poco de movimiento para que no se te entorpezcan las piernas.

El húngaro pareció dudar un momento, pero luego respondió con voz apagada:

—Sí, subteniente.

Y aferrando los varales del vehículo, emprendió furiosa carrera.

Entonces cayó una lluvia de órdenes reiteradas y contradictorias:

—¡Coge el azadón...! ¡Déjalo...! Vuelve a tomarlo... ponlo en el suelo... carga el carrito... quieto... échate... levántate... saluda al comandante... de rodillas... a la carga como el día que pasaste a través de dos mil mexicanos... ¡alto!

El húngaro resistía tenazmente, pareciendo que hubiese hecho el juramento de no dejarse coger en las redes que, con espantosa brutalidad, le tendía el subteniente. Con el corazón lleno de ira, desconcertaba a todos por su docilidad en ejecutar los mandatos de su verdugo, y cada vez que recibía una orden respondía sonriendo:

—Muy bien, subteniente... Me considero dichoso satisfaciendo vuestros deseos... Si queréis os enseñaré también cómo se construyen trincheras en Hungría y en México... Ya está el carrito cargado...

En algunos momentos, sin embargo, su voz tenía extrañas inflexiones y no era nada tranquilizadora.

El subteniente se cebaba en el desgraciado, profiriendo horribles blasfemias, pero el magiar soportaba impávido las mayores fatigas y cumplía las órdenes que le eran dadas con una perfecta obediencia. Así sucedió que el primero en cansarse fuera el comandante.

—¡Descanso! —dijo finalmente—. Te concedo el tiempo para hacerme un cigarrillo.

—¡Ah! ¿No han terminado aún mis trabajos de mozo de cuerda? —preguntó el magnate, con el rostro contraído por espantosa cólera.

—No, querido Miguel Cernazé de los condes de Sawa —contestó el subteniente, sacándose la petaca del bolsillo—. Hoy es un día de mucho trabajo para todos. Antes de marcharse, me ha recomendado el capitán que procurase no teneros desocupados, y como yo no soy hombre que desobedezca las órdenes de un superior, me veo obligado a haceros divertir más de lo necesario.

—¡Te ha mandado también que nos mataras, verdad! —replicó el magiar.

—¡Eh!, cierra el pico cuanto antes. Aunque seas un magnate húngaro, no tienes derecho para levantar la voz delante de mí. Aquí no estamos en los Cárpatos ni en Budapest.

Un rugido de fiera herida escapóse de los labios del magiar.

—¡Esto es demasiado, miserable! ¡Tú tampoco tienes el derecho de insultar a un magnate! ¡Toma!

Con ligereza asombrosa habíase quitado de las espaldas el legionario la pesada mochila y descargado con ella un furioso golpe al subteniente, quien lo recibió en pleno pecho, y vaciló sobre sus piernas, pero antes de que cayera le dio otra mochila en las narices, que quedaron aplastadas y chorreando sangre en abundancia. Este segundo ataque procedía del joven delgado, pálido y roído por las fiebres que todos conocían por el nombre de Enrique el Toscano. Mientras el subteniente caía en brazos del sargento, dirigióse el húngaro hacia el italiano, y le dijo:

—¿Qué has hecho, amigo? Bastaba con una sola víctima.

—Que tomen dos si quieren —respondió tranquilamente el toscano—. Estoy harto ya de la Legión extranjera y del bled. El Consejo de guerra me hará un favor haciéndome agujerear la piel.

—¡Quien se mueva es hombre muerto!

Miguel Cernazé de los condes de Sawa, con un gesto soberbio de desafío, le dijo:

—Yo soy el culpable; podéis arrestarme, que no os opondré resistencia.

—¡Llevaos a estos dos bandidos! —rugió furioso, mientras contenía la sangre que a borbotones salía de sus narices, con un paño que le dieran—. ¡Hierros en las manos y en los pies y al calabozo de castigo hasta que vuelva el capitán! ¡Canallas! ¡Quiero fusilaros como perros!

Los spahis se precipitaron sobre el magiar y su compañero y les ataron fuertemente. El irascible subteniente continuaba gritando como un endemoniado:

—¡Cargadles de cadenas! ¡Que no coman más que pan y agua! ¡Ribot, eres responsable de mis órdenes! ¡Consejo de guerra! ¡Fusilamiento!

—¡Y a ti la nariz aplastada para siempre! —dijo el toscano—. ¡Ya era tiempo de poner término a tus maldades, antropófago!

Los dos legionarios fueron conducidos hacia el edificio, mientras sus compañeros emprendían de nuevo, blasfemando, su furiosa carrera en torno del bled.